miércoles, 28 de julio de 2010

Parte 3: Adrián

Las repetidas se me apilaban, rápidas, en mi escritorio. Las contaba y hacía cálculos para ver cuánta plata había gastado en balde. Los números me empezaron a abrumar (como dijo alguna vez Robbie Robertson, guitarrista de The Band, explicando porqué se separaban luego de veinte años de gira) y comencé a desesperar.
Así fue que conocí un foro extraño, donde la gente arregla encuentros para intercambar figuritas. Su nombre: "Figuritas Panini Mundial Cambio" y a continuación "Reservado para niños de 5 a 15 años". Me pareció raro que niños de dichas edades pudieran comerciar eficazmente sus figus por este medio. No tardé en descubrir que en el foro conviven comentarios de niños y de sus padres. Por eso, no son raros los posts del tipo: "Hablé con tu papi y quedamos en juntarnos en X a cambiar. Te guardo la 202 -348 etc." Todo me parecía muy extraño, sobre todo la palabra "papi".
Lo primero que hice fue mandar a un mail a un tal Adrián, quien me pasó la lista de las que le faltaban en un excel. Yo no le mandé nada porque todavía me faltaban muchas, y concertamos un encuentro al día siguiente, viernes, a las 20 05 en Santa Fé y Billinghurst, esquina OSDE, cerca de nuestros trabajos.
Llegué corriendo, pues estaba retrasado. Allí me encontré con un hombre, pelado, de unos 40 años, vestido de oficinista tipo "casual" (probablemente trabaja en una compañía de seguros, pensé), quien me explicó que junta para su hijo de seis años que, como es muy chico, no tiene muchos compañeros con quién cambiar. Me encogí de hombros y le comenté que yo me autogestionaba.
El intercambio fue muy bueno: yo le di 19 y él a mí 12. Sin embargo, había siete de diferencia. En general, como en estos intercambios prima la "buena onda" (como más tarde descubrí), el sobrante se cambia por otras repetidas al azar. Como no estaba muy ducho en el tema (y se ve que Adrián lo entendió a juzgar por mi cara, cuando me hizo esa proposición), me terminó ofreciendo: "Hagamos así, te doy cuatro mangos y con eso te comprás dos paquetes y listo". Acto siguiente, sacó los dos billetes de su billetera y me los entregó ágilmente, como quien no quiere la cosa. "Esta es la sensación más parecida a ser un Taxi-Boy que voy a tener en mi vida", pensé. Y no me disgustó mucho: se sabe que el dinero extra siempre viene bien.
Nos separamos y quedamos en continuar nuestros encuentros (de hecho, consumamos cuatro más). Volví a mi casa feliz, con varias figus nuevas, dos paquetes más y el vuelto de cincuenta centavos.

(Crónicas de un coleccionista: posts anteriores)

lunes, 19 de julio de 2010

Parte 2: Melisa

Un mediodía, me encontraba frente al ordenador, revisando mails o navegando desinteresadmente por la web, cuando me llegó el siguente mensaje de texto: "Ema, me compre el album del mundial y el colo me dijo que lo queres. Lo llenas conmigo? nos lo turnamos". Remitente: "Melisa".
No lo dudé: a la vuelta me compré mis tres primeros paquetes. Llegué a mi casa y me encontré con estos 3 sobres extraños envasados al vacío. Tardé en decidirme a abrirlos, quería saborear la experiencia lo más que se pudiera. Me demoré comiendo un sandwich y yendo posteriormente al baño. Finalmente, me senté en mi silla y procedí a abrirlos. La tarea no fue tan fácil como lo recordaba (en verdad, noté que no tenía ningún recuerdo específico del acto de apertura en sí): es preciso tener un sumo cuidad para evitar romper las figuritas que se encuentran en su interior. Por eso, conviene abrirlos despacio, en línea paralela al contorno de la figurita, hasta que en un momento, siguiendo el movimiento fluido y continuo del desagarramiento, se procede al corte diagonal. En ese momento se vislumbra el reverso del cromo, que nos revela un número que no significa absolutamente nada, junto con inscripciones en los idiomas más variados. Finalmente, despegamos el grupo compacto de cinco figus, y tiramos lo que queda del sobre a la basura.
No recuerdo cuáles fueron mis primeras quince figus. Sólo recuerdo la euforia. El sentimiento de posesión del jugador fotografiado (lo tengo a Messi, decimos) me transportó a ese estado de profunda admiración (y culto) al intérprete futbolístico que tenía durante mis tiernos años de la infancia. Luego de ordenar por número las recién adquiridas figuritas, desempolvé mi viejo álbum de Francia '98, en cuya tapa se ve la siguiente inscripción en birome: "Agustín Schmukler - 4º A". Fui directamente a la página de Argentina y los vi juntos, en línea, a dos de mis grandes ídolos de todos los tiempos: Ortega y Gallardo. Y a su lado, un ídolo perteneciente a mi madurez: Riquelme.
Pasaron tres o cuatro días y mi pilón engordaba. Pasaba revista a mi colección más de una vez por día. El cuarto día una frase angustiante sobrevoló mi cabeza: "nos lo turnamos". ¿Hasta cuándo? Una vez que lo completáramos, ¿qué haríamos con el álbum? ¿Sorteo? Vi la posibilidad de perder el álbum y me desesperé. Si justamente yo quería que este álbum pudiera representar dentro de un tiempo lo que aquel de Francia '98 significa hoy. ¿Cómo podría alejarme de él? ¿Cómo podría desterrarlo de mi historia?
La llamé a Melisa y le conté la situación. Me confesó tener las mismas dudas. Quedó decidido: cada uno juntaría las figus por su cuenta.
Renací. Salí corriendo a la calle a comprarme mi álbum. Luego de correr bajo la lluvia durante veinte minutos, y de haber recibido más de diez respuestas negativas, lo conseguí en un quiosco de diarios. El joven antipático me cobró ocho pesos (un robo) pero no me quedó más remedio.
Corrí las cuatro cuadras que me separaban de mi hogar. Apoyé el álbum, todavía resplandeciente en mi escritorio, y procedí a pegar las cuarenta o cincuenta figus que tenía acumuladas.

viernes, 16 de julio de 2010

Parte 1: Valentín

Todo empezó cuando nada había empezado. Corría principios de junio, faltaban pocos días para el inicio del Mundial, y yo todavía me debatía si comprarme el álbum o no. Me moría de ganas por hacerlo, pero pensaba que el gasto a afrontar sería muy grande, y que no tendría a nadie con quien cambiar las figuritas repetidas.
Los lunes y miércoles doy clases de inglés en un instituto a un grupo de cuatro niños de primer grado. Desde hacía un par de semanas que los tres varones venían trayendo sus álbumes y yo me relamía hojeándolos al comienzo de la clase.
Un lunes nadie trajo el álbum, pero Valentín (el más alto pero más pequeño en edad) entró con el escudo de Holanda en la mano (después me enteraría que los escudos son los más difíciles) e inquirió: "¿Alguien tiene el escudo de Argentina? Traje este para cambiarlo". El resto respondió de la manera más contundente posible: dijeron no a la pasada y siguieron jugando con sus aviones, muñecas y camiones de bomberos.
Acto siguiente, Valentín, visiblemente frustrado, deposita el cromo en la mesa donde los niños deben dejar sus juguetes y demás objetos personales durante la clase, y en ese momento comenzó mi tormento. Ahí estaba: ese león naranja con corona que saca su lengua, extremadamente larga, dibujado con trazos sueltos y señoriales. Debajo, la inscripción "KNVB", tan imponente como inentendible; pensé en que debía ser la única asociación de fútbol del mundo que no tuviera la letra efe en sus siglas. El naranja del león y la sigla combinaba perfecto con su fondo rectangular blanco y el plateado cromado de los bordes. Una pinturita.
Durante toda la clase rondaba por mi cabeza el dilema ético de si llevarme esa figurita o no. En realidad nunca consideré el "llevármela" propiamente dicho, sino que esperaba que Valentín inocentemente se la olvidase para así yo tener vía libre. Vale aclarar a esta altura del relato que, como aclaré al principio, yo todavía no juntaba las figuritas, por lo que mi deseo se justificaba sólo con la belleza de esa en particular, y el estilo de fútbol que representa la selección holandesa de fútbol.
Una vez decidido eso, me relajé. En un momento, el siempre despierto Pablo arrebató el cromo de la mesa, para esconderlo, y yo lo amonesté ligeramente y le pedí que lo devuelva. Lo tomé y lo dejé de tal manera que la mitad del escudo quedó debajo del equipo de música.
Llegó el fin de la clase, y les dejé a los chicos sus habituales cinco minutos de recreo. Los cuatro se entretenían armando una casa de legos y recreando salvatajes con el camión de bomberos; el escudo de Holanda no parecía estar en la cabeza de nadie, y brillaba, imponente, en la mesa. Vinieron las niñeras, madre y empleadas a buscarlos. Se abrigaron y comenzaron a salir del aula. Primero salieron Pablo (distinto al Pablo antes nombrado) y Guadalupe. Luego salió Valentín, todavía poniéndose la campera, distraído, sin la figurita. Detrás salía el otro Pablo, y yo ya pensaba en dónde iba a pegar el escudo: tenía que ser un objeto que usara todos los días, pero que pueda durar en el tiempo. Cualquier cuaderno o carpeta quedó descartado, la cartuchera era una buena opción y el dorso del celular, la mejor. Pablo también se vestía mientras caminaba hacía la puerta. Sin embargo, lo recordó: "¡Valen, te olvidás la figu!". El sueño se desplomó. Valentín la tomó con desgano (¡con desgano!) y se la llevó, lejos de mí para siempre.
Días después, viendo el efecto que tuvo en mí esa figurita y, el ánimo que me dio Melisa al comprarse el álbum, comenzó la aventura.

martes, 13 de julio de 2010

Crónicas de un coleccionista: Parte 0

Durante el último mes me dediqué, no sólo a mirar detenidamente la fiesta futbolera más grande de todas, sino también a llenar el álbum de figuritas correspondiente a dicho evento. Mi deseo irrefrenable de completarlo me llevó a participar de aventuras por lo menos insólitas, y a descubrir al niño que llevo dentro, entre otras cosas. Hoy me faltan sólo 10 cromos, y lo más probable es que el fin de semana se termine la odisea. En los próximos días me dedicaré a narrar algunos acontecimientos en los que me vi envuelto gracias a mi inquebrantable fuerza de voluntad y -¿por qué no decirlo?- al arrebato regresivo en el que estoy sumido últimamente.
Mañana: la primera entrega.